100 metros incertidumbre

Suspendidos entre el cielo y la incertidumbre, a 100 metros sobre el suelo

¿Te imaginas quedarte colgado a 100 metros de altura? Eso fue lo que le ocurrió a Rubén, limpiacristales de la Torre Emperador Castellana, como consecuencia del gran apagón que paralizó Madrid.

El sol brillaba con fuerza cuando, de repente, todo se apagó: luces, motores, pantallas… y la rutina de miles de personas se quedó colgada. En lo alto de la torre, a más de 100 metros del suelo, Rubén y su compañero quedaron suspendidos en el aire, atrapados en una góndola inmóvil. Su jornada, como tantas otras, transcurría entre cristales y vértigo, hasta que un segundo de silencio eléctrico convirtió el cielo en una trampa.

Rubén tiene 58 años y lleva décadas colgado de fachadas acristaladas, enfrentándose al vacío como quien convive con el viento. Aquel día, su mujer, Nuria, también trabajaba. Limpiaba en el Santiago Bernabéu cuando le avisaron del apagón. No lo dudó: dejó todo y salió caminando hacia la torre. “Vine andando porque él tenía el coche. Pensé que podríamos volver a casa juntos más rápido”, cuenta. Pero al llegar, no encontró a su marido en la calle. Lo vio arriba, diminuto, suspendido, inmóvil. Y el mundo se le paralizó también a ella.

Esperó más de cuatro horas sin moverse del pie del edificio. La angustia, como una cuerda tensa, la mantenía erguida. El operativo —bomberos, sanitarios del Samur— se desplegó, pero el sistema eléctrico no respondía. No podían bajarlos. Así que, metro a metro, empujón a empujón, decidieron subirlos por los 224 metros que mide la torre. Desde abajo, decenas de personas miraban con el alma encogida. Parecía interminable.

“No es la primera vez que le pasa”, ha confesado su mujer. “Pero estas situaciones siempre dan miedo”. Lo dice con voz firme, aunque los ojos le brillan con el recuerdo. En la vecina Torre de Cristal, otros dos operarios vivieron lo mismo. De pronto, la ciudad se volvió hostil, incluso para quienes la observan desde las alturas.

A 100 metros de altura, nunca habían deseado tanto tocar suelo

Jonathan, también limpiacristales en las torres, recuerda que no podían comunicarse. Revisaron el cuadro eléctrico, pero no había nada. “Hace un par de meses nos pasó algo parecido, pero esto era distinto. Esta vez no sabíamos qué estaba ocurriendo. Cuando Rubén vio en el móvil la notificación sobre el apagón internacional, entendimos que era grande. Muy grande”.

Al final del día, cuando Rubén por fin pisó tierra y abrazó a Nuria, el mundo volvió a girar. Lentamente. El susto no se borra fácil, ni el miedo de quedar colgado de un hilo invisible. Pero también queda la imagen de quienes no se soltaron. De quienes esperaron. De quienes, incluso en la oscuridad, supieron encender una luz.

La luz se apagó; sin embargo, la humanidad se encendió

Oficinistas atrapados en parkings, autobuses desviando sus rutas, tiendas sin poder cobrar ni cerrar. En el Hospital de La Paz, a los pies de las cinco torres, los generadores lograron activarse, pero durante minutos todo quedó en suspenso: consultas detenidas, ascensores parados, certezas en pausa.

Y aun así, en medio del apagón, Madrid se hizo más humana. Rodilla se convirtió en refugio. El quiosco que hay frente al hospital repartía helados antes de que se derritieran. “Hoy hemos regalado más que vendido”, decía su dueño, mientras ayudaba a quienes preguntaban cómo volver a casa. En una farmacia, Esperanza abría la puerta a mano: “No podemos registrar pagos. No sabemos ni cómo cerrar”.

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