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Begoña Nicolás: «Era muy duro ir en autobús al Hospital 12 de Octubre a darme quimio y ver a chavales de mi edad en la calle»

Tienes 14 años, estás celebrando Nochebuena en tu pueblo, con tu familia, empiezas a entrar en la adolescencia, tienes todo tu futuro por delante… y, de repente, todo cambia.

El 15 de febrero es el Día Internacional del Cáncer Infantil, una enfermedad que cada año afecta a más de 1.000 niños en nuestro país que ven como sus vidas cambian de repente.

Begoña Nicolás tenía 14 años cuando le detectaron un teratoma inmaduro, una tipología de cáncer ovárico. De un día para otro, todo su mundo cambió: la enfermedad le quitó ir al instituto, salir con las amigas, hacer amistades, disfrutar de su adolescencia… pero también le dio otras cosas. Actualmente, con el cáncer remitido y pudiendo hacer una vida normal, Begoña es enfermera, trabaja en un centro psiquiátrico en el sur de Madrid y es un ejemplo de fuerza y humildad.

¿Cuándo empiezas a darte cuenta de que algo no va bien?

Era justamente Nochebuena, estaba en mi pueblo y mi abuelo había hecho ensaladilla rusa, que a mi me gusta mucho, y raro era que yo no comiese, así que supongo que ese fue el presagio. Salí a dar una vuelta con mis amigos y de repente sentí un pinchazo muy fuerte, así que volví a casa e intenté acostarme en la cama pensando que ya se me pasaría ese dolor. Pero no fue así. Era un dolor tan fuerte que me puse a gritar y mis padres decidieron llevarme al centro de salud.

Y así me trasladaron a distintos hospitales, pero ninguno sabíamos muy bien qué estaba pasando. De hecho, en un primer momento me dijeron que tenía una distorsión ovárica, pero la realidad fue otra.

De repente, vuelves un día a casa del instituto y te encuentras a tu madre, delante del ordenador, llorando…

Entré en casa y vi a mi madre llorando con un sobre al lado que ponía ‘Urgente, remite a Oncología’. Ella me dijo que no pasaba nada, pero yo ya me olía algo. Fuimos al Hospital 12 de octubre y me hicieron muchas pruebas, pero en ningún momento me dijeron que lo que tenía era cáncer, supongo que porque es bastante chocante.

Fue después de la segunda operación cuando, sin nombrar la palabra ‘cáncer’, me dijeron que tenía una enfermedad y que me iban a dar un tratamiento con el que se me iba a caer el pelo. Ahí ya todo te cuadra.

¿Entendiste en ese momento la gravedad de lo que estaba pasando?

Sinceramente, vi la gravedad del asunto, no cuando me estaban operando o dando la quimio, sino cuando vi a mi padre llorando en la habitación… mi padre nunca llora.

Cualquier cáncer infantil te cambia la vida de un día para otro. Yo quería seguir yendo al instituto, y seguí yendo hasta que se me empezó a caer el pelo… Ahí ya es cuando de verdad te cambia todo.

Tenía 14 años… una edad en la que empiezas a hacer tus grupos de amigos, a afianzar amistades, a salir, a hacer travesuras… y yo me lo perdí todo. Era muy triste ir en el autobús de camino al Hospital 12 de octubre para darme quimioterapia y ver a chavales de mi edad en la calle. En ese momento dices «¿Por qué no puedo ser como ellos?, ¿Por qué no puedo salir?, ¿Por qué tengo que estar pasando yo por esto?». Y, el problema también vino después, pues en el momento en el que ya me recuperé y ya podía hacer una vida normal, no tenía un grupo de amigos con los que salir.

¿Qué es lo más duro que recuerdas?

Hay tres cosas muy duras que recuerdo: ver a mi hermano pequeño a través de la puerta de cristal de la Unidad de Oncología Infantil, porque cuando estás ingresada solo dejan pasar a un familiar y con mucho cuidado, ya que estás muy débil.

La segunda fue ver a mi padre llorar y, la tercera, que además fue ahí cuando pensé que no iba a salir adelante, fue cuando creían que tenía metástasis en el cerebro. Ver a mi madre desmayarse y caerse al suelo fue muy doloroso.

¿Hay palabras de consuelo?

No hay palabras de consuelo. Desde mi punto de vista y mi experiencia, cuando te dan un diagnóstico de cáncer no hay palabras que puedan consolarte. Solo te preguntas «¿me voy a morir?, ¿no me voy a morir?, ¿va a funcionar la quimio?»… y lo que menos necesitas en ese momento es gente que te diga: «venga, ¡todo va a salir bien!». Solo quieres llorar, gritar, patalear…

Si volviera a pasar por esto otra vez, lo que creo que necesitaría es tener a una persona en frente que me dejase hablar, que me dejase gritar y que me dejase contarle mis miedos sin decirme que todo va a salir bien.

¿Cómo te enteras de que lo has superado?

Tenía unos 15 años… y recuerdo un momento clave. En junio de 2009, después de hacerme otra macrocirujía, uno de los médicos le dijo a mi madre que esa vez no había visto lo que había visto otras veces, y que eso era positivo. Después me hicieron una biopsia y, efectivamente, vieron que estaba limpia de cáncer. Recuerdo a mis padres decirme: «venga, Begoña, que nos vamos». Me monté en el coche y sonaba la canción ‘Pokerface’ de Lady Gaga… lo recordaré siempre. Fue el día más feliz de mi vida.

De todas formas, la quimioterapia que me dieron no eliminaba el tumor, simplemente mataba la parte mala y dejaba la buena, por lo que seguían quedando quistes benignos en el cuerpo y empezaron a crecer… así que meses más tarde me tuvieron que volver a operar. Hasta que un día, de repente, sin explicación, dejaron de crecer. Y así han pasado 12 años. Me siguen haciendo revisiones, y nunca me darán el alta médica, pero ahora mismo puedo decir que estoy curada y que hago mi vida con total normalidad.

De estar en un hospital ingresada, a estar en un hospital trabajando…

Así es. Cuando pasé por la enfermedad me di cuenta de la labor tan bonita que hacían los médicos, enfermeros, auxiliares, celadores, personal de la limpieza… y me di cuenta de que eso molaba. Así que con 18 años me animé a hacer el grado medio de Auxiliar de Enfermería y ahí fue cuando dije: me quiero dedicar a esto. Luego hice un grado superior de Anatomía patológica y citología y finalmente estudié Enfermería en la Universidad Pontificia de Comillas: creo que mi profesión es mi devoción.

Siempre pensé que trabajaría en Oncología Infantil porque ese parecía el destino que me tocaba ¿no?, pero en tercero de carrera me tocó hacer prácticas en la Unidad Oncológica de Adolescentes y vi que no podía. Era muy duro rememorar ciertas cosas y, aunque tenía mucha más empatía con los pacientes, todos los días me iba llorando a mi casa…

En cambio, hice otras prácticas en un psiquiátrico, y desde el primer día que entré me encantó. Las enfermedades mentales siguen siendo un tema tabú hoy en día, y yo no puedo sentirme más afortunada con el trabajo que tengo. Los pacientes son tan agradecidos… y es muy bonito el servicio de la Salud Mental.

Dicen que cuándo alguien vive algo traumático o duro, suele tener miedo a que le vuelva a ocurrir. ¿Te pasa?

Sí. El miedo a que vuelva siempre va a estar ahí. Pero, aunque suene duro lo que voy a decir, no me arrepiento de haber tenido cáncer. A veces hasta doy gracias. De todas formas, nadie debería pasar por algo así, y todavía menos unos padres.

Si no hubiera pasado por un cáncer, no sería la persona que soy ahora: no hubiese estudiado enfermería, no me dedicaría a lo que me dedico y no hubiese conocido a la cantidad de gente tan maravillosa que conozco.

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