‘La piscina’ es una crónica de Madrid en verano, esa ciudad de cuyos humeantes pavimentos, fruto del infernal calor, huyen los que viven en ella; pero de la que disfrutan, tras vencer la molicie, aquellos defensores de su indolente encanto.
Como cualquier escenario, la ciudad se renueva en los entreactos, y la tramoya queda al descubierto un instante. Tenemos el puente de Joaquín Costa a punto de despiece, como un costillar de diplodocus asomando entre edificios; y medio callejero en pleno lifting. Esa espera sin brillo, en que ponemos a punto la maquinaria del espectáculo, puede que sea fecunda, pero desprende cierta dosis de melancolía. Pienso que es como el reverso de esa otra melancolía gemela, la del invierno en los sitios de playa. Como si fuera un ave migratoria y tristona.
Este impasse puede precipitar, al rodríguez poco avisado, a un abatimiento sordo. Pero el rodríguez prevenido ya sabe que se nos brinda, en realidad, una oportunidad. Y la aprovecha. Para ensayar, por ejemplo, cosas que no son posibles en otro momento. Tirar de hilos interesantes. Como el de Enric Miralles, que puso entre mis manos hace poco Dani, durante una cena. La muerte prematura de Miralles, de la que este mes se han cumplido veinte años, no le impidió firmar edificios tan asombrosos como el Parlamento escocés. Y el aniversario da comienzo a un año con muchas ocasiones para encontrarnos con su figura y su obra.
Trattoria d’Alfredo
Aunque, como el rodríguez más experimentado acaba por concluir, hay una novedad que supera a todas: el rencuentro con los grandes olvidados de nuestra vida. La escena social del enclave playero me da, ya lo dije la semana pasada, un poco de pereza. Pero tiene un contrapunto amable que espero con verdadera ilusión cada año. Ese que hace que la palabra rodríguez se sacuda el residuo de grisura y alcance la luminosidad: el de la quedada con otros rodríguez. Ese cazarse a lazo entre viejos amigos, aprovechando un trasbordo, tú camino del Cantábrico y yo del mar de Alborán, siempre me pareció una de las más sinceras odas a la amistad. Y siempre es una excusa para planes magníficos. Como el de aprovechar para reservar mesa en ese sitio imposible durante el año, como Trattoria d’Alfredo. O celebrar novedades como la de Perretxico, la barra donostiarra y desenfadada de Chamberí. Y, cómo no, buscar el sempiterno abrigo de los clásicos. Y darse cita, por ejemplo, en Richelieu. Que nos recordará, inevitablemente, a Gistau, porque ahí arranca uno de los relatos más divertidos de ese Gente que se fue (Circulo de Tiza, 2019) que nos dejó antes de irse él mismo. Y le dedicaremos el acostumbrado brindis, aunque sea interiormente.
Richelieu
Planes de rodríguez, entre recuerdos y carcajadas: cuánta soledad inhóspita se ha conjurado bajo esa etiqueta tan denostada. Cuánto consuelo mutuo cuando uno está en casa, pero lejos de ese verdadero hogar que es la familia, casi como soldados en el frente. Cuánto hacerse olvidar, unos a otros, la oscuridad un rato. Y qué es sino eso, al fin y al cabo, la amistad.