Siete Picos

La piscina (VI): «Con el aroma inconfundible del riesgo no calculado y, por eso mismo, real. Nada que ver con el peligro domesticado, de laboratorio, de las atracciones modernas»

| 20/8/2020 07:45

‘La piscina’ es una crónica de Madrid en verano, esa ciudad de cuyos humeantes pavimentos, fruto del infernal calor, huyen los que viven en ella; pero de la que disfrutan, tras vencer la molicie, aquellos defensores de su indolente encanto.

Mi favorito indiscutible del Parque de Atracciones siempre fue el Siete Picos. Lo jubilaron hace tiempo, leo en internet, y no me extraña nada; en mis recuerdos más viejos ya era una antigualla. Una montaña rusa de otra época, olvidada en una cuneta de la autopista a la sofisticación y el favor de un público cada vez menos impresionable. Sin embargo, mis amigos y yo —como, me consta, otros visitantes del parque— teníamos una especial afición a aquella estructura herrumbrosa. Que te servía el vértigo crudo, sin añadido temático ni babilonias de poliespán.

Su sex appeal residía, claro, en la vetustez: el traqueteo inquietante, las curvas que te escupían entre trompicones laterales, la endeble barra de seguridad. Toda aquella imperfección se unía en una experiencia honesta y radical. Con el aroma inconfundible del riesgo no calculado y, por eso mismo, real. Nada que ver con el peligro domesticado, de laboratorio, de las atracciones modernas. No. El Siete Picos era un guante en toda la cara de nuestra hombría por estrenar, que por nada del mundo podíamos dejar de recoger.

Pero si había algo de veras paradójico en el Siete Picos era que la cumbre de la excitación se alcanzara en un momento de quietud casi estática. Justo cuando callaban los eslabones que remontaban a los pasajeros, y se abría aquel silencio místico, helador. Un silencio de cumbre. Era entonces cuando comprendías que estabas asomándote al abismo; y tu corazón, borracho del dulzor adictivo de la adrenalina, saboreaba el pánico durante unos segundos deliciosos.

7 Picos Atracción Siete Picos

Llevo días arrastrando una sensación que, me parece, es un derivado algo amargo de aquella vieja sensación infantil. Me invade todos los años por estas fechas: en el momento en que, atravesada la mitad de agosto, el ascenso triunfal pasa a ser cénit y, tras un parpadeo velocísimo, caída libre hacia el final de las vacaciones. Aunque eso no es lo peor. Lo verdaderamente jodido es esa otra sensación, una tercera hermana de las dos anteriores, que comienza también a visitarme en algún rato de soledad. Que no concierne, ya, a un trayecto ni a un verano, sino a mi propia vida. Ya he llegado a la cumbre, y mis ojos se han llenado de plenitud. Y, tras un primer momento, reparo en el aire enrarecido. Y mis huesos intuyen el descenso que les espera: trechos que discurren entre palas heladas, hacia un valle sombrío semioculto en la niebla. No es una imagen muy acabada, lo sé: la diversión del Siete Picos está precisamente en la bajada, mientras que el declive del verano, y el de la propia vida, señala justo lo contrario. Es decir, el final de toda diversión. Pero hay algo que no cambia: el terror de la cima.

Una vez, sucedió algo en el Siete Picos que arruinó el punto álgido. Justo cuando la atracción acababa de parar en lo alto, y se acababa de hacer el silencio, alguien se rompió, prorrumpiendo en un lloriqueo de lo más ridículo, entre hipidos y chillidos histéricos. Alguien que, comprobamos luego con sorpresa, no era ningún niño, sino un tipo grueso, hecho y derecho, con aspecto de gran seguridad e imponentes mofletes de bulldog, que saltó del tren en cuanto se detuvo, y corrió a esconder su bochorno entre el gentío.

Siete Picos Homenaje a la atracción Siete Picos

Yo me uní a la traca de risotadas de mis amigos, pero por dentro sentí pena. Una pena que renuevo cada vez que revivo el episodio: hoy sé que sollozar en lo alto de una atracción infantil, entre desconocidos, no es lo más deshonroso a lo que te puede arrastrar la cobardía. Basta pensar en el comportamiento de alguno de esos adultos cuya vida hace cima. Cómo, presas de la ofuscación y del terror, se lanzan a encarnar, tópico a tópico, esa caricatura de la crisis de la madurez. Apuntalan su carne. Cambian de coche, y de mano a la que agarrarse. Siembran en tiempo de cosecha, en un intento agónico de hacer regresar la primavera.

Escenas que todos hemos visto a nuestro alrededor. Que quizás hayamos protagonizado, en cierto grado; y que me traen a la mente esa expresión que se usa a veces. «Saber envejecer». Suele aplicarse a esos actores y actrices que no se esfuerzan en disimular los signos de la edad, sino que los usan a su favor, integrándolos en una elegancia acorde a su edad. Qué importante saber envejecer en todos los campos, más allá de lo físico. No dejar que el mal de altura nos ofusque; no perder los papeles. No hacer de nuestros afectos, de nuestras fidelidades, de quienes nos rodean y nos aman, ofrendas de usar y tirar para el dios ilusorio de la eterna juventud. Ser muy conscientes de que la vida es breve, y cada día de amor que le robamos es un crimen contra la vida misma. Aferrarnos con fuerza a esa mano de siempre, y descubrir la risa a pulmón lleno que deshace los miedos del descenso.